Judith Sierra

Caminando

«No sé si es importante, pero nunca es demasiado tarde para ser quienes queremos ser. […] Espero que vivas una vida de la que estés orgullosa. Y, si te das cuenta de que no es así, espero que tengas el valor de empezar de cero».

F. Scott Fitzgerald, El curioso caso de Benjamin Button

Aquel último día nos agarramos las manos. Alrededor, la gente hablaba y yo solo te miraba a ti, ahí sentada, con los ojos entreabiertos. Te costaba un gran esfuerzo hablar y estar presente con nosotras como siempre hacías: escuchando, atenta, contándonos lo que habías hecho ese día.

Esa tarde que pasamos en el sofá de siempre, estuviste en silencio. No quise soltar tu mano hasta que nos fuéramos de allí. Por momentos, abrías los ojos y con tu otra mano dabas suaves golpecitos sobre mi mano, la que con cariño sostenías: «Mi niña, mi niña, mi niña…» y una suave sonrisa entre tus labios. Sé que aquello ya te costaba. Nunca dejaste de sonreír, tampoco aquellos últimos días.

Esa noche nos despedimos por última vez. Caminaba hacia la calle y me giré sabiendo que quizás no podríamos volver a decirnos nada, no tendríamos otra oportunidad. Así te miraba desde el umbral de la puerta, como miré nuestras manos horas antes: queriendo memorizar para siempre esa imagen tuya, esa imagen nuestra. Y, sí, muy a mi pesar, estaba en lo cierto, fue nuestra última vez.

El año acababa de empezar y, sin saberlo, había aprendido algo que me acompañaría para siempre: diles a las personas que quieres, que las quieres; diles que te sientes feliz de tenerlas en tu vida, de poder aprender de ellas, de compartir; diles todo aquello que das por hecho que saben pero que quizás algún día ya no puedan escuchar de tu boca. A no dar por hecho se aprende cuando ya no te queda más remedio.

Siento que tú te fuiste y que no te dije todo lo que sentía por ti. Quizás no llegué a decirte todo lo que te quiero y todo lo que aprendí de ti sin que tú ni tan siquiera pretendieras enseñármelo. Es curioso, las mayores lecciones se aprenden de alguien sin que ese alguien quiera darlas. Y es que la propia vida de uno dice mucho más que cualquier refrán o consejo bien formulado. No importa nada de eso. Tu propia forma de vivir la vida, de enfrentar obstáculos y de no perder jamás tu esencia dicen más de ti que cualquier intento de describirte.

Tenía que habértelo dicho cada vez que tuve la oportunidad de hacerlo. Desde entonces, cierro los ojos y lo digo en voz alta, pero no sé si me escuchas. A veces les hablo a otros de lo que representabas, de tu vida, de algunas anécdotas, y eso me hace sentir que te honro a mi manera.

Deberíamos expresar lo que sentimos hacia los demás sin necesitar pretextos para hacerlo. No esperar a un cumpleaños ni a un mal momento ni a ningún hecho que nos sirva de excusa: hay que decir te quiero como quien da los buenos días. No voy a perder más veces la oportunidad de hacerlo porque no quiero esperar a tener que decirlo cerrando los ojos de nuevo.

Un te quiero mucho a tu madre cuando entras al salón y la ves concentrada mientras teclea algo en el ordenador; un abrazo fuerte a tu padre cuando está sentado sobre la cama ordenando papeles; un mensaje el lunes por la mañana para desearle una buena semana a la amiga con la que cenaste el día anterior; un estoy orgullosa de ti, un vales mucho, un tengo ganas de verte, un todo irá bien, un estoy aquí si me necesitas y si no, también.

Tengo la sensación de que nos enseñan que sentirnos queridos por otras personas es la mayor de nuestras suertes; sin embargo, nada me ha hecho sentir más plena este año que ser consciente de todo lo que siento por las personas que forman parte de mi vida. Que nos quieran es una suerte, claro, y reconforta, pero que tú quieras a otros es posiblemente algo mucho más puro y sincero que recibir ese cariño de vuelta.

A veces no nos queda más opción que sacar un aprendizaje de todo aquello hacia lo que nos empuja la vida, de aquello donde nos sumerge sin remedio. El aprendizaje es, en muchos casos, la única salida, la única forma de salir de donde estás y poder dirigirte hacia otro sitio. Sin lo que viviste ayer, no estarías donde estás hoy, quizás no estarías pensando en coger ese avión ni tendrías esa forma tuya de levantarte ni pensarías como solo tú lo haces. El ayer forja un presente que tú mismo te encargas de dar forma, la tuya propia. Por eso, no rechaces ni maldigas nada de lo que has vivido. Sin ello no serías ni la tercera parte de todo lo que hoy eres.

Este ha sido el año en el que más veces he escuchado aquello de «mi único propósito en la vida es ser feliz», incluso me he visto a mí misma formulando con ahínco este deseo. Me pregunto si cuando decimos que nuestro objetivo en la vida es ser feliz, no estaremos queriendo alargar hasta el final de nuestros días todas esas emociones que sentimos agradables y suprimir, así, esa otra parte de nosotros: la que nos perturba, la que nos hace sentir extraños en nuestro propio cuerpo, la que nos incomoda y nos impacienta, todo aquello que intentamos esquivar pero que acabamos encontrando de forma irremediable.

Mejor, siéntelo todo, sin excepción: lo bueno, lo bonito, lo difícil, lo triste, lo extraño, lo profundo. Creemos que no somos felices porque nos resistimos a aceptar la felicidad como lo que es: la conjunción de todas esas emociones. Renegar de alguna de ellas es negar una parte de ti. No te resistas a vivirlas, por incómodas que parezcan. Permítete, por ejemplo, la tristeza; permítetelo todo y elimina esa respuesta automática que das sin pensar cada vez que recibes un «¿Cómo estás?».

Abraza al cambio, no te resistas a él. Acepta que la vida avanza si este llega, y siempre llega, así que no lo mires con esa cara de miedo, recíbelo como lo que es: la señal de que, tras el tambaleo inicial, habrá un crecimiento, el tuyo.

El cambio nos asusta porque creemos que acabará con todo lo que tenemos, incluso si no nos sentimos satisfechos con todo eso que tenemos. Cuántos intentos por esquivarlo aunque en el fondo nos muriéramos de ganas por hacer una buena reforma, desde los cimientos, de esas que tiran abajo hasta los principios que creías más firmes, indestructibles. Si tan solo supiéramos que el cambio no solo es vida, sino que lo que permanece estático, muere, lo perseguiríamos, correríamos en su misma dirección, sin miedos, para fundirnos con él en un tierno abrazo.

Y no digo que el miedo sea nuestro enemigo, no lo es. El miedo te pone en alerta ante las cosas y te hace tomar consciencia de los riesgos, pero es que tantas veces permitimos que nos frene…Le dejamos construir una realidad mental sobredimensionada que, en muchos casos, nada tiene que ver con la realidad en la que vivimos. La realidad que crea el miedo siempre nos hace vernos más pequeños, nunca nos potencia ni nos da alas, sino que nos grita que no nos movamos, que intentemos sujetar todos los cuadros de la pared antes del seísmo. No podemos permitir que se caigan, o eso creemos. Y se caen, se rompen, se hacen trizas, no lograste sujetarlos, mantenerlos intactos y en su sitio. Ahí llega otro aprendizaje: no todo depende de ti, por todo el empeño que pongas en que así sea, en que las cosas salgan tal y como habías planeado. No, hay cosas que no puedes controlar y jamás lo harás, por mucho que lo intentes. Pero eso está bien, es como debe ser. Cambia el «quien quiere, puede» por «quien quiere, a veces no puede» y tómate un descanso. Te lo mereces, tantas veces como necesites.

Y llega el duelo. No el de la muerte, que también, sino el de las pequeñas cosas. Ahí va un duelo por lo que creías hace un año que estarías haciendo hoy. Otro por cómo entendías las relaciones familiares. Otro por el rol que te habían adjudicado. Otro por la perfección que querías encarnar. Otro por pensar que todo estaba en tu mano. Otro, otro, otro. Y te haces adulto, lo sabes porque ya no te asustan los duelos, pequeños o grandes, sino que brindas tras ellos, has empezado a sentirte cómodo en ellos. La vida es una sucesión de pequeños duelos que debemos hacer y otros que te marcan de forma abrupta.

El duelo es ese puente. Te paras frente a él y dices: «¿Me atrevo a cruzarlo? ¿Costará mucho esfuerzo? ¿Dolerá?». Debes cruzarlo, así que hazlo con la certeza de que ese puente te llevará a otro sitio, ni mejor ni peor, diferente. Un sitio donde podrás adaptarte si no te resistes al cambio, si lo abrazas y, sobre todo, si te abrazas. Ese es el mayor aprendizaje que he podido hacer este año. He aprendido a abrazarme y acompañarme como nunca antes para vivir profundamente conmigo cada te quiero con los ojos cerrados, cada seísmo que acaba con todo por los suelos, cada cambio, cada duelo… mi vida.

Qué decirte, 2020. No seré dura contigo. Te regalo una caricia, una de esas que dicen: «No te preocupes, lo has hecho lo mejor que has podido».

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2 comentarios en “Caminando”

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